Por: Manuel Acevedo | Tiempo de lectura: 3.5 minutos
Nos encontramos en octubre, mes de las misiones y del Santo Rosario. En su intención de oración para este mes, el Papa Francisco nos hace el llamado a ser «corresponsables de la misión de la Iglesia» desde nuestro lugar. Ante este llamado e invitación, queremos compartir con esta reflexión estos tres pasos: el encuentro personal con Jesús, su seguimiento y el punto culminante: la misión.
- ENCUENTRO PERSONAL CON JESÚS
El punto de partida es experimentar un auténtico encuentro personal con Jesucristo, el cual debe establecerse sobre el sólido fundamento de la Trinidad-Amor. Jesús nos invita a encontrarnos con Él, porque es la fuente de la vida y solo Él tiene palabras de vida eterna. El encuentro con Cristo es, por lo tanto, el inicio de una persona nueva que surge en la historia y a la que llamamos discípulo. La única certeza es que Él me ha llamado y yo respondo siguiéndole, naciendo una relación para toda la vida. Es Él quien nos ha elegido para ser sus seguidores; los discípulos no fueron convocados para algo, sino por alguien.
La alegría del discípulo no es un sentimiento de bienestar egoísta, sino una certeza que brota de la fe, que toca el corazón y lo capacita para anunciar la buena noticia del amor de Dios. Necesitamos hacernos discípulos dóciles para aprender de Jesús, y, al mismo tiempo, necesitamos que nos consuma el celo misionero para llevar en el corazón el sentido unitario y completo de la vida humana.
Es Dios Padre quien nos atrae por medio de la entrega eucarística de su Hijo, don del amor con el que salió al encuentro de sus hijos. La propia vocación, la propia libertad y la propia originalidad son dones de Dios para la plenitud y el servicio del mundo. La naturaleza del cristiano consiste en reconocer la presencia de Jesucristo y seguirlo.
La vocación misionera se manifiesta como una pasión por Jesucristo y por darlo a conocer a los demás, suscitando en el misionero aquellas palabras de Pedro y Juan: «No podemos callar lo que hemos visto y oído» (He 4,20). Un misionero es aquel que conoce y ama a Jesucristo y hace que otros también lo conozcan y lo amen.
- SEGUIMIENTO
El texto bíblico de San Mateo 4,18-22 nos presenta a los primeros discípulos en su encuentro con Jesús y su seguimiento desde la fe, el llamado para todos los bautizados. El discípulo se sienta a los pies del Maestro para aprender de Él cómo amar a Dios, al prójimo y a sí mismo.
La atracción que causa Jesús a los que llama los conduce a decir «sí» en libertad y alegría. Jesús elige a quien Él quiere. El discípulo escucha a Dios y lo obedece. El primer requisito para ser misionero es, antes, haber sido discípulo de Jesús. Claramente vemos en Lc 6,12-16 cómo los apóstoles son elegidos de entre los discípulos. Es decir, que nadie puede pretender ser misionero si antes no ha sido discípulo de Jesús. Quien pretende evangelizar sin haber vivido primero la experiencia del discipulado sería un simple «transmisor de conocimientos cristianos», pero no un verdadero apóstol de Cristo.
El amor es fundamental en el seguimiento de Jesús. El seguimiento de Jesús conlleva fidelidad, humildad, acogida de las enseñanzas y perseverancia en medio de las dificultades. Seguimos al Maestro hasta la cruz. La conversión se da poco a poco, no debemos exigir a los hermanos dejar cosas (pecado) para participar en la Iglesia; queremos que los otros sean santos, pero debemos hacerlo juntos. Soy responsable de mi santidad y la de los demás, esto no es negociable.
El cristiano también comparte el mismo destino de Jesús: «Si alguno quiere venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga» (Mc 8,24). El discípulo es aquel que se ha propuesto como meta llegar a ser como su maestro (Mt 10,25). Para ello, comparte con el maestro su vida, para aprenderlo todo de él, para aprender a pensar, sentir y vivir como su maestro.
- LA MISIÓN DE LA IGLESIA ES EVANGELIZAR
Un tercer aspecto es el de la Iglesia, que es, por su naturaleza, misionera, porque nació de la misión del Hijo y del Espíritu Santo: ella es la que continúa, extiende y hace presente en el tiempo el envío de Cristo, que se origina en el amor misericordioso del Padre, cuando dice: «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su propio Hijo» (Jn 3,16).
Por lo tanto, la misión no es una de las tantas acciones que realiza la Iglesia, sino que es su misma razón de ser, su identidad con Cristo. Por eso, la Iglesia es misión, llamada a ser obediente al mandato de Cristo: «Vayan por todo el mundo…» (Mt 28,19).
Si la Iglesia es misión, todo cristiano, desde el momento del bautismo, es miembro de la Iglesia y, por lo tanto, es misionero, enviado a comunicar a los propios hermanos para anunciarles, gritarles que Dios es amor, que les ama profundamente y que no hay nada ni nadie que los pueda separar de su amor (Rom 8,39).
La vocación de la Iglesia y de cada cristiano tiene una dimensión universal: lo abarca todo y a todos; en todo tiempo y lugar, pues la salvación que Dios nos ha ofrecido en Jesucristo está destinada a toda la humanidad y a la creación entera.
En el encuentro con Cristo expresamos la alegría de ser discípulos del Señor y de haber sido enviados con el tesoro del Evangelio. Los discípulos de Jesús reconocemos que Él es el primer y más grande evangelizador enviado por Dios (Lc 4,44). Creemos y anunciamos «la buena noticia de Jesús, Mesías, Hijo de Dios» (Mt 16,16).
Ahora nos toca a cada uno de los bautizados lanzarnos a la misión en los ambientes donde vivimos. Jesús, por medio de su Espíritu, nos da la alegría de ser discípulos misioneros para anunciar el evangelio a todas las gentes y a todos los pueblos.
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